Ness, o el fuego detrás del cortinado
Cocina intensa, fuego olvidado y un chef que no busca aplausos (aunque los obtenga).
A la hora señalada -las 19:30-, en el cruce donde Grecia se resigna a terminar y el Ferrocarril Mitre impone su frontera oxidada, hay un restaurante. Uno no lo descubre, se lo encuentra, como a esos árboles cuya sombra aparece antes que el tronco. Se llama Ness. Y sí, uno llega con la esperanza de que algo lo rescate del bostezo generalizado de la escena porteña. Algo que, de preferencia, no esté fermentado en Instagram.
La entrada es promesa y amenaza: concreto, cortinas altísimas, una barra con pretensiones de diván y una línea de fuegos tan relevante como ignorada. A nadie parece interesarle que detrás de esos fuegos esté Leo Lanusol, ese chef que fue prócer joven en Proper y luego fantasma en fuga hacia España. Hoy vuelve más templado, menos estrepitoso, con una cocina que no busca sorprender ni halagar sino decir.
Los fuegos están ahí, como una verdad primitiva, pero se ven de costado o no se ven. El diseño -uno de esos con muchos likes- decidió que el fuego no merecía protagonismo. Grave error: esa llama es el corazón conceptual de la propuesta, el eje junto al producto y al sabor. El fuego, aquí, no cocina: arde en silencio.
Lanusol se rehúsa a los caminos fáciles. Propone tres cartas -bar, mediodía, noche- que mutan constantemente, como si un camaleón paranoico las editara. El menú es un campo de batalla entre la técnica y la intuición. Entre el ácido bien puesto y el fermento casi críptico. Y el resultado, cuando acierta, es elegante, inteligente y a veces, inesperadamente tierno.
El pan a la chapa llega húmedo y aceitado como un recuerdo de infancia no del todo decente. Perfecto soporte para los chipirones: tiernísimos, levemente amargos, con esa nota de blanco de limón que los hace memorables. O los boquerones con manteca ahumada y hongos de pino, donde el equilibrio entre tierra y mar se da la mano sin aplauso.
No todo es gozo: el queso cottage con huevas de trucha y aceite de zanahorias tenía ambición pero le sobraba sal y le faltaba el susurro que uno esperaba. Como si la idea hubiera llegado al plato antes que la emoción.
Los principales obligan a elegir: con o sin guarnición. No es un capricho: sin ensalada, el cerdo con chili crispy resulta una emboscada grasosa. Con ella, florece. En el caso del soufflé de chernia, sucede lo inverso: uno necesita añadirle sombra a tanta esponjosidad solar. El chef lo deja a criterio del comensal. Valiente, o suicida.
Ahí están también los fermentos, esa obsesión contemporánea que aquí se vuelve arte mayor. Más interesantes los ácidos, las pequeñas salsas que parecen escritas por alguien que ha leído a Escoffier y luego se tomó un gin tonic con René Redzepi. Sabores afilados, controlados, sin el estruendo de la pretensión.
Ness está lleno. La sala vibra, aunque no siempre escucha. El chef -que ya no es joven promesa sino adulto incómodo- cocina como quien quiere decir algo sin levantar la voz. Y eso, en este mundo de gritos gastronómicos, se agradece.
Al decir de Francois Simon, ¿Volveré? Sí. No para probar más platos. Para ver si el fuego, al fin, decide mostrarse.